septiembre 30, 2010

Post # 92

Lo más terrible de todo fue descubrir que todo se transforma en un espejismo. Que las cartas, las fotografías, envejecen después de todo. Que las palabras y los gestos se borran con el viento. Que la situación no es vivir sin percatarse del resto, sino que el resto no se percate de ti.

Por lo menos, todavía, puedo verte sonreír.

septiembre 29, 2010

Post # 3

Escribo bajo las sombras. Escribo para olvidar, para liberarme, para perderme en el abismo de las palabras. Una palabra: lexema y raíz. Palabra, universo de significados. Escribo para ti, a través de ti, soñando de ti, cumpliendo a cabalidad lo que mis sueños rezan y mi alma descubre.

Escribo bajo la sombra de este árbol, primavera. Olor multiforme. Fantasmas que se despiden y otros que llegan.

Escribo entre palabras. Una palabra se despide, otra se destruye sin salir de mi boca. Mis labios claman verdad, ausencia, desconsuelo de un alma en pleno caos constante. Escribo para decirte, que no me importa la distancia, cuando puedo ver a través de tus ojos.

septiembre 27, 2010

El tiempo a mi favor...

Por muchos años, cuando estudiaba en la escuela de letras, buscaba siempre la innovación en la literatura, como un modo de marcar cierta diferencia que me hiciera fácilmente identificar un autor de otro y admirarlos por su grandeza. Uno de ellos fue William Faulkner. Sus constantes saltos temporales y sus historias tejidas se identificaba con facilidad del resto de los escritores de la época. Igual ocurrió con las constantes lecturas de Bioy Casares, cuyos finales son tan sorprendentes como enigmáticos. Sin embargo, con cierta vergüenza debo admitir que mi lectura de poetas es muy pobre, pero los admiro en igual o mayor proporción que los novelistas, por su forma de sintetizar tantos sentimientos y emociones en un escrito. Aunque puede decirme alguien que es relativo la brevedad de un poema con respecto al género narrativo, pues, hoy se conocen excelentes microcuentos que rompen los
paradigmas establecidos entre lo que se considera cuento y novela. ¿Cuántas cosas podemos sacar del cuento de Augusto Monterroso? 'Cuando desperté, el dinosaurio seguía ahí'. Un microcuento capaz de generar tantas y excelentes opiniones.
De todas formas, tengo mis poetas de predilección, como tal vez los tengas tú; pero sí existió alguien que me pareció maravilloso por su constante interés por la innovación, fue Vicente Huidobro, padre del Creacionismo, y fuente de inspiración para uno de mis primeros poemas que intenta abordar un poco esa mecánica de la forma y la escritura.

El tiempo a mi favor...

Espero y sonrío con el tiempo a mi favor... Sin ti,
alma, deseo sin sabor; buscando
la fragata de los escorpiones
celestes y motas de
algodón
nubes
d
e
sal
envueltas
en triste tiempo
sin risa y con dolor;
aunado a tu cuerpo tan dulce
como el sol. Hoy el tiempo eres tú,
y sé y espero que siempre estes a mi favor.

septiembre 26, 2010

La semilla del vampiro | Cap. 9

CAPÍTULO NUEVE
LOS OLORES DEL RECUERDO

Carlos se paseaba de un lado a otro. Siempre fue el mismo calculador para todo, incluso para encontrar las palabras exactas, punzantes y ecuánimes que hicieran un mayor impacto sobre sus interlocutores.
     Como si hubiese hecho algún truco de magia, saltó sobre el mismo sitio y le dirigió una mirada fría a Gabriel.
      —No he terminado aún el cuento de nuestra amiguita —la noche fría y el viento nocturno le zarandeaba la chaqueta—. La chica —se aclaró la garganta y sacó un cigarrillo—, disculpen… La chica de las que les hablé hace rato era mi amiga. La vi crecer. Ella, la pobre chica que ahora reposa en el Cementerio Corazón de Jesús… ella, pues, fue mi novia.
     Sus palabras volaban con el soplar del viento.
     Aquella revelación había hecho desfallecer cualquier intento por romper el silencio que se produjo en ese instante. Gabriel lo miraba fijamente. Alejandro parecía estar calmado aunque sus ojos se desdibujaban y empezaban a antojarse vidriosos. María Virginia se colocó detrás de Rafael. Sonreía. En sus líneas de expresión empezaban a dibujarse unas minúsculas sombras. Parecía envejecer a un paso acelerado. El ritmo cardíaco de Rafael empezó a acelerarse. El corazón golpeaba su pecho: pum-pum, no podía detenerlo… tampoco quería hacerlo; ese estado de angustia era el único que lo ayudaría a tener los sentidos alertas para cualquier eventualidad. María Virginia lo seguía observando con una mirada cáustica e incisiva.
     Juan tomó los hombros de Alejandro por sorpresa y le propinó un rodillazo en el abdomen, dejándolo tendido en el suelo. Rafael intentó moverse, pero unas manos heladas, casi irreales, lo sostuvieron. Eran las manos de aquello que en algún momento fue María Virginia, pero que ahora era una especie de monstruo deforme, con ojos negros petróleo, rostro pálido, grandes ojeras y un tufo de rosas y claveles que penetró las narices de Rafael.
     Entonces recordó el entierro de su abuelo. Había sido un entierro tranquilo si no hubiese sido por uno de sus tíos, quien se peleó en plena velorio con su padre. Ambos se gritaban, desconcertados, llenos de dolor. Augusto, el padre de Rafael, trataba de calmar a su hermano, pero era imposible. Al ver que ninguno de los dos atendía a las súplicas de los asistentes, Rafael se encendió en cólera y se lanzó sobre su tío, impactando contra el féretro en el que reposaba el cuerpo de su abuelo. El ataúd color caoba se zarandeó un poco y cayó al suelo, quebrándose un poco y abriéndose ambas tapas dejando al descubierto el cadáver pálido e inerte.
     Esa fue la última vez que Rafael había olido a rosas. Cada vez que a su olfato llegaba ese olor, tenía la impresión de estar en ese momento y ver levantarse a su abuelo del ataúd reclamándole lo ocurrido.
     —Eso pasó hace diez años —susurró Rafael.
     —¿Dijiste algo, cariño? —preguntó María Virginia inclinándose un poco más sobre Rafael. Casi podía rozar su oreja con los labios. El olor a rosas y claveles fue más penetrante—. ¿Sabes? Nunca es tarde para la memoria. Por mucho que intentemos no recordar un momento desagradable de nuestras vidas, algún olor, algún acontecimiento, alguna persona no los hará volver al presente. Los recuerdos son tan latentes como la vida misma, porque viven en nuestro presente.
     —Cállate.
     —No puedo. ¿Qué pasa, amigo, te duele la verdad? No hay peor ciego que el que no quiere ver. Seamos sinceros, tú, aquí, en este momento, te sentirías mejor borrando todos esos recuerdos de tu mente y yo tengo la solución.
     A continuación María Virginia soltó los brazos de Rafael, y Juan le propinó un puntapié en el abdomen.
     —Basuras —espetó Juan—, todos son unas basuras. Sobre todo tú, Gabriel. Si tan sólo no pusieras ninguna clase de…
     —Mira al cielo, imbécil —lo interrumpió Gabriel—. Faltan sólo minutos para que salga el sol.
     —Cállate —gritó Carlos—. Dime una cosa Gabriel —hizo una pausa y se agachó para hallarse de frente a Gabriel—, ¿crees en Dios?
     —Él me provee de todo lo que necesito.
     —¿Crees en la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana?
      —No soy un gran devoto a las religiones. Creer en Dios me basta. Pero, ¿qué tiene que ver con todo…?
      —Dije que te callaras —Carlos le dio una bofetada a Gabriel encendiéndole la mejilla—. Responde a mis preguntas. ¿Crees que Dios es bueno?
     Silencio.
     —Repito —dijo, levantándose de nuevo—, ¿crees que Dios es bueno?
     —Sí.
     —Oh… —Carlos sabía de antemano la respuesta, pero pareció realmente sorprendido con la afirmación—. Pues, déjame que te diga algo, mi amiguito. Si Dios fuera bueno, no permitiría que tú estuvieras aquí; tampoco aceptara que Bianca y Paola estuvieran muertas; ni mucho menos hubiese aceptado que mi novia muriera como murió. ¿Te das cuenta? ¡Maldita sea! Dios no te quiere ni a ti, ni a nadie. Dios no existe. Eres un estúpido, imbécil, que se ha plegado a las leyes de un hombre. Los mandamientos, la iglesia, las religiones, todo fue inventado por el hombre. Bien —se encogió de hombros—, si tú Dios es tan bueno, porque no te salva de esto.
     Por detrás de Carlos se levantó una ráfaga de viento y reapareció Paola tambaleándose como un zombi. Tenía más de veinte minutos en el cuarto de los generadores teniendo alucinaciones, náuseas y vómitos. Paola, la pobre Pollie, que tenía pensado irse a Europa el año próximo a hacer un postgrado en la Complutense de Madrid.
     —Esto es un milagro —dijo Carlos, elevando los brazos y la mirada al cielo, como cualquier creyente en una iglesia gritando aleluyas—. ¿No te parece esto hermoso?
     —pensó Gabriel—. Aunque tengo una mejor idea, seguro resultará más hermoso…
     —Pégate un tiro, maldito…
     No se había dado cuenta, pero la última frase había dejado de ser un pensamiento y lo dijo en voz alta.
     Para bien o para mal, con suerte Carlos no llegó a escuchar lo que había dicho. Sin embargo, lo tomó por los cabellos y lo levantó.
      —Mira —dijo Carlos—, se me acaba de ocurrir una idea. Tú mismo lo acabaste de decir —lo soltó de los cabellos y Gabriel cayó al suelo colocándose las manos sobre la cabeza. El dolor en el cuero cabelludo era intenso. —Esta noche se debe cerrar con broche de oro, por lo que le daré a Paola los honores de ser ella quien termine convirtiéndolos en mis súbditos. Se los dije, para antes del amanecer ustedes serán parte de mi legión.
     —Púdrete —replicó Rafael—. Púdrete, maldito bastardo.
     Carlos le hizo una señal a María Virginia y ésta obedeció en el acto. Cogió a Rafael por ambos brazos y le hincó los colmillos en la garganta. Dos gotas, delgadas y tibias chorrearon por la nuca de Rafael mientras éste trataba de soltarse, agonizando. Gabriel intentó quitársela, pero Juan le cogió por sorpresa y le asestó un puntapié en la barbilla haciéndolo caer de bruces al suelo.
     Alejandro, que esperaba el momento oportuno para atacar, se levantó agresivamente y arremetió contra Mónica que aguardaba detrás de María Virginia. Juan intentó cogerlo por los brazos, pero se le zafó y le asestó un golpe rápido en la nariz. Juan se calentó y se transformó en un vampiro sediento de sangre; sacando a relucir sus largos y afilados colmillos. Su nariz sangraba.
     Todos se miraban fijamente, como esperando quien se moviera para empezar la pelea, pero nadie se atrevía a dar el primer paso. Carlos, quien parecía el más cauteloso, desapareció y volvió aparecer por detrás de Alejandro, tomándolo por sorpresa le clavó los colmillos, haciéndolo soltar un vociferante grito.
     —Ahora todos quietos —advirtió Carlos con los labios y dientes manchados de sangre—. ¡Paola! —Le gritó y ésta reaccionó con nerviosismo—. Encárgate ahora mismo de Gabriel, debemos terminar con esto antes del amanecer. Tómalo, hazlo tuyo… ¡Tómalo!
     Carlos empezó a reír frenéticamente.
     Paola seguía desconcertada. Dentro de ella se debatían muchas posibilidades: correr y abandonar a sus amigos; pelear y hacerles frente a todos los vampiros a costa de su propia vida (o lo que quedaba de ella); entregarse al destino y terminar de una vez por todas con todo eso, quitarle la vida a Gabriel y pasar a formar parte de la legión.
     No, otra vez no, no quiero volver a vomitar, pensó.
     Sentía su estómago débil. Detrás de todo lo que estaba ocurriendo veía las imágenes de los vampiros casi irreales, la voz de Carlos, gritándole: «Acaba con ellos, maldita sea», era como un toca disco trabajando a 33 r.p.m. Por otro lado, veía a Gabriel en el suelo escupiendo sangre por la boca. La imagen se transformó en blanco y negro hasta que algo la devolvió a la realidad —si es que algo de todo eso no era realidad, sino un conjunto de ilusiones producto de un día agotador.
     Quien la había tomado por los brazos era Juan. La hizo entrar en un abismo de imágenes, un lugar parecido a un cuarto oscuro en el que se revelan fotografías. Una habitación oscura con un bombillo rojo. La imagen se difumina y entra una nueva, un cuchillo ensangrentado en el suelo de una cocina, una cocina llena de platos y vajillas sucias, una cocina que sin lugar a dudas era… la vieja cocina del campamento 38.

Paola recordó el viejo campamento al que fue enviada por sus padres en el verano del 89. Soplaba un viento espeso y caliente sobre un montón de árboles. Algunas hojas se esparcían por todos lados con el menear del viento y los excursionistas producían un crujido seco al caminar sobre la hierba. Detrás de un montón de carpas montadas, llenas de cavas «COLEMAN» con la comida para quince días de vacaciones, unas bolsas de dormir y varios morrales de montaña, se hallaba un pequeño arrollo de agua dulce. Un río helado en el que se veían obligados todos los niños del campamento a hacerse la higiene todas las mañanas.
     Una noche, caminando a solas por uno de los estivales días de campamento, Paola se halló frente a frente con su pesadilla infantil: una mujer de ojos vidriosos, cabello largo y canoso, rostro arrugado y demacrado, y tan alta que a Paola le daba la impresión de que, aquella señora, medía casi tres metros, y que esa noche llegaría sin dificultad a la cima de aquellos árboles que se inclinaban y que parecían tocar el firmamento.
     La imagen se distorsionaba como cuando se pasan los canales del televisor y sintoniza pura estática. Intentó correr y olvidarse que detrás de ella venía aquella figura desgarbada corriendo a toda velocidad… pisándole los talones.
     Sus piernas en un principio no reaccionaban, hasta que logró soltar un vociferante grito, y todos los niños del campamento salieron corriendo hacia las tiendas en búsqueda de sus linternas para inmediatamente internarse en el bosque.
     «El grito viene de allá —dijo uno.»
     «Parece la voz de una chica —aseguró otro—. Se parece a la voz de Paola.»
     «Corramos por este lado —indicó uno de los guías asistentes del campamento—. No debe estar lejos.»
     Estuvieron buscando cerca de cuarenta y cinco minutos por todo el espeso bosque. Aunque era verano, por las noches solía hacer mucho frío, y suficiente niebla como para imposibilitar ver el camino. Las linternas iluminaban hasta cierta distancia y penetraba en la niebla como una hojilla en una tela.
     Por fin encontraron a Paola, sentada, aferrada de sus dos piernas contra el pecho, moviéndose hacia delante y hacia atrás. Parecía haberse vuelto loca. Varios de los guías  buscaban hacerla volver en razón, pero ninguno tuvo éxito. No fue hasta después de nueve horas que Paola logró decir lo que pasó. Y aunque todos aseguraban que por esos lados no había una mujer de semejantes características, ella seguía empeñada en que había sido real.
     No fue la última vez que Paola vio aquella mujer; todas las noches solía tener un ritual antes de dormir: cerrar el closet, encender el televisor, asegurarse de que debajo de la cama no hubiera nada, y después de apagar la luz, pegar un brinco hacia la cama para inmediatamente taparse con la corcha de la cama.
     Después de haber tenido esa visión de niña, creía que aquella figura la perseguiría por el resto de su vida, que se escondía todas las noches debajo de su cama y que esperaba a dormirse para agarrarle los pies con sus garras largas y frías.

                                  
Ahora, aquellas manos frías y húmedas de Juan estaban sobre Paola, trasladándola a su niñez. Nunca es tarde para la memoria. Por mucho que intentemos no recordar un momento desagradable de nuestras vidas, algún olor, algún acontecimiento, alguna persona no los hará volver al presente. Los recuerdos son tan insistentes como la vida misma, porque viven en nuestro presente.
     —Nos darás ahora mismo el jodido gusto de ver cómo matas a tu amigo, Paola.
     Paola miraba el cuadro terrible que se presentaba ante sus ojos: Gabriel arrojado en el suelo, sangrando, a la espera de ser devorado por su propio amor. ¿Quién era ella para hacerlo? Desde que se conocieron, Paola tuvo la certeza que terminaría casándose con Gabriel, pero las cosas nunca suceden como uno las planea. A veces terminan revocados a un conjunto de imágenes parecidas a lo que se creé que pudo ser, pero nunca iguales. Paola experimentó el anhelo de sentir sus besos, sus caricias… aunque fuese la última vez.
     —Espera un momento —dijo Paola, con voz cascada—. Esto me parece patético, Carlos.
     La perplejidad iluminó el rostro de todos. Carlos soltó el brazo de Paola con gesto arrogante. Si lo que estaba pasando por la mente de la chica era ayudar a sus amigos, Carlos lo descubriría.
     —Mátenla —ordenó Carlos.
     María Virginia fue la primera en dar unos pasos al frente. Paola creía verla como una especie de presencia fantasmal, flotando, desfigurada, mostrando sus colmillos ensangrentados.
     —Es una lástima, Paola —dijo María Virginia—. Pudiste ser una buena vampiresa.
     —… —Paola mostró una sonrisa sarcástica y le propinó un puntapié en el rostro a María Virginia, haciéndola caer de bruces al suelo—. Ignorante.
     —¿Q… qué?
     Carlos miraba la escena atónito.
     —Creo que lo soy —se dijo Paola a sí misma.
     Intentaba acercarse hasta María Virginia para asestarle otro golpe, pero Carlos la tomó de los cabellos, propinándole una fuerte zarandeada. Paola trataba de soltarse, pero le era imposible, Carlos la presionaba con más fuerza.
     —¿Y ustedes que esperan…? —Preguntó Paola a sus amigos—. No tengo todo el día, corran.
     Juan se aferró a Alejandro por la espalda y lo arrojó al suelo. Mónica intentó hacer lo mismo con Rafael, pero en vez de eso, se resbaló y cayó al suelo. Rafael sujetó la cabeza de Mónica y miró a Carlos con ojos cáusticos.
     —¿Crees en el Diablo, Carlos? —le preguntó Rafael; sujetó bien la cabeza de Mónica, y le dio una vuelta fulminante, desnucándola, seguido de un crujido de vértebras.
     Mónica desapareció frente a todos dentro de una nube de polvo oscuro.
    Carlos arrojó al suelo a Paola con fuerza. Se acercó a Rafael y le dio un golpe en la cabeza. Mientras tanto, Gabriel trataba de ayudar a su amigo Alejandro, dándole golpes a Juan por la espalda, la cabeza y todos lados.
     —¡Deténganse todos! —vociferó Carlos.
     Todo pareció congelarse, como si sus palabras fueran mágicas.
     —Está bien —dijo—, está bien. Juan—le arrojó una mirada lacerante—, deja al chico en paz. Deja que se vayan.
     —Nunca —replicó Juan.
     —¿Nunca?
     —Nunca. Estos infelices antes del amanecer terminaran muertos.
     —Creo que no estás entendiendo nada, Juan. Quienes terminarán muertos somos nosotros, por si no te das cuenta está a punto de salir el maldito sol.
     —Esto será rápido.
     Juan penetró sus colmillos en la nuca de Alejandro, casi sin darle tiempo a reaccionar. Gabriel intentó ayudarlo, pero Carlos le asestó un fortísimo golpe en la cabeza, dejándolo inconsciente.
     —Vamos —dijo Carlos con insistencia—. Ya casi amanece.
     —¿Y Gabriel? —preguntó María Virginia.
     —Déjalo, ya nos ocuparemos mejor de él. Y… Paola —dirigió la mirada hacia ella—, puedes venir conmigo y ocultarte con nosotros. Debo decirte que ahora eres parte de La Legión… quieras o no.
     —Así es —dijo Juan—, no creo que sea saludable para ti los rayos del sol, nena.
     Paola ahora se encontró ante un nuevo abanico de posibilidades: Quedarse hasta el amanecer, dejar que los rayos del sol penetrarán su cuerpo, o huir con sus nuevos amigos, los vampiros.
     —Vamos, Paola —insistió Carlos.
     La chica echó un vistazo a todo su alrededor y salió corriendo del lugar junto con los demás.
     A los pocos minutos, el cuerpo de Alejandro empezó a prenderse en llamas, consumiéndolo por completo. Paola pudo escuchar los gritos a cierta distancia, en lo profundo del sótano donde se ocultaron los vampiros. Los gritos retumbaban en las paredes hasta volverse ecos y difuminarse en el Paramount.
    Rafael fue el único en presenciar la muerte de su amigo. La última imagen que tuvo de Alejandro fue la de estar envuelto en llamas, gimiendo, pidiendo a gritos ayuda, pero lamentablemente Rafael no lo pudo ayudar.

-FIN-

Epílogo
Nos movemos en círculos,
balanceados todo el tiempo,
sobre el destello del filo de la cuchilla.

Una esfera perfecta
chocándose con nuestro destino.
Esta historia acaba donde comenzó.


DREAM THEATER

septiembre 24, 2010

La semilla del vampiro | Cap. 8

CAPÍTULO OCHO
LA SEMILLA DEL VAMPIRO
En el siguiente piso la puerta estaba bloqueada. Todos siguieron corriendo hasta encontrarse de frente con una reja. Hasta aquí llegó el tren. La reja estaba cerrada con gruesas cadenas, enlazadas con enormes candados. Rafael empezó a forzarlos, pero era imposible, jamás quitarían esas cadenas con sus manos. Detrás de ellos las voces espectrales se escuchaban cada vez más cerca.
     Carlos fue el primero en aparecer delante de ellos, seguido de Juan, quien los miraba queriéndolos masacrar a todos en un abrir y cerrar de ojos. Juan parecía ser el más sanguinario. Detrás de ellos venían las dos mujeres como centinelas como escoltas de su líder, Carlos.
     —Fin del camino, muchachos —sonrió Carlos—, pero para que vean mi generosidad tendrán una segunda oportunidad. —Carlos miró a Juan de forma maliciosa—. Juan Pablo, abre la puerta.
     Juan quedó sorprendido. Eran sus presas y ahora, justo ahora que eran suyos, insistía en darles una segunda oportunidad. La generosidad parecía ser otro de los principios básicos de estos vampiros, aparte de la lealtad.
     —Abre la puerta, iremos hasta la azotea del edificio —dijo.
     Juan, quien creía en ese principio de la lealtad, mas no de la generosidad, accedió a abrir la puerta finalmente. Las cadenas se desplomaron al suelo. Agitó la reja que estaba pegada por el óxido y la humedad. Detrás de la reja una enorme puerta blanca separaba lo que era el resto de las escaleras con una especie de habitación de generadores. Allí dentro era asfixiante, parecía no haber oxigeno por ninguna parte, a pesar de las dos ventanillas que se hallaban arriba de los motores de los elevadores. En la pared derecha había un montón de cajetines con muchos botones. Eran los botones que generaban luz a todo el edificio en sus buenos años de servicio. Ahora estaban cubiertos de polvo y telas de araña. En la esquina superior izquierda había otra caja con varios botones, seguramente el control maestro de los elevadores. También estaban fundidos y atestados de polvo y arena. En las orillas del lugar y por detrás de una escalera larga y oxidada había unos pequeños montículos de arena y polvo como se hallaban en el estacionamiento y todo el resto del edificio. Paola pensaba mientras observaba todo el lugar: Que curioso es el polvo, no se sabe por dónde entra, pero es asombroso como puede juntarse en un solo y diminuto espacio como éste. A continuación un empujón la hizo adelantarse al grupo y derrumbar todos sus pensamientos. Su enfado sorprendió a todos, pero se apaciguó de inmediato al ver quien estaba detrás de ella.
—Bianca —gritó sorprendida Paola al tiempo que corría a abrazarla. Gabriel quiso detenerla, pero fue muy tarde, ya los brazos de Paula rodeaban el cuerpo de Bianca.
Bianca encajó sus colmillos en la sedosa y suave piel de Paola. Ésta emitió un débil gemido al tiempo que trataba de zafarse. Ahora Paola era presa de Bianca, sus brazos la rodeaban, sus amigos la veían morir frente a sus ojos, pero era imposible, ahora ambas eran partes de la Legión de Vampiros que se estaba levantando en la ciudad marabina. La Legión empezaría por sembrar su semilla en el edificio Paramount, ubicado en Bella Vista, se desplazaría por los diferentes sectores de la ciudad: 5 de Julio, Santa Rita, Tierra Negra, quizá harían una pequeña estación en el Cementerio El Redondo ubicado dentro de las adyacencias, seguiría desplazándose hasta tomar gran cuerpo al encontrarse entre las inmediaciones de la Circunvalación 1 y se correría hacia los siguientes municipios. Pero Maracaibo era el principio, allí se sembraría la semilla que empezaría a germinar la Legión a paso desmesurado, sin hallar fin.
Bianca le había quitado la vida a Paola; por supuesto, ella, ahora, cuando su sangre estuviera envenenada, se levantaría para quitarles la vida al resto de sus amigos; después de unos días, los muchachos que se hacían llamar «El Grupo» empezarían a llamarse «La Legión». Empezarían con sus familia, luego sus amigos, después los amigos de sus amigos, nadie escaparía de la epidemia vampírica que se estaba gestando en ese momento. La semilla del vampiro estaba renaciendo en las entrañas del edificio Paramount y ahora nadie, absolutamente nadie podría revertir el proceso.
Para cuando Bianca había saciado su sed, Paola cayó desplomada en el suelo. Un estruendoso río de aplausos se escuchó por detrás de los otros tres chicos. Carlos, Juan y las dos chicas reían y aplaudían, mientras que Rafael, Gabriel y Alejandro veían el cuerpo desplomado de su amiga. Bianca, por otro lado, parecía la misma chica angelical, aunque sus labios y dientes estuvieran manchados de sangre.
—Subamos —dijo Carlos al final. Tomó a Gabriel por el hombro y lo obligó a subir las escaleras, rumbo hacia la azotea.
Juan fue el primero en subir por las escaleras y abrir el candado. Plaf. Retiró la puerta que daba acceso a la azotea. Subió unos escalones más y estaba arriba. Seguido de él subían Gabriel, Rafael y Alejandro, escoltados por las dos vampiras. Más atrás venía Carlos y Bianca.
Arriba hacía una fuerte brisa fría. Los demás edificios de la zona se encontraban tan llenos de vida, radiantes en comparación con el Paramount. La azotea parecía un lugar normal, si no fuera por esa sensación de vacío. Estaban a casi cuarenta y cinco metros de altura. Las luces de los automóviles se veían como pequeños faroles en la distancia. La ropa se abultaba con el viento y producía un sonido cadencioso. Por detrás de las dos vampiras caminaba Carlos de un lado a otro, dubitativo, pensando en las palabras con las que empezaría la liturgia maligna para el bautismo vampírico.


Mientras eso sucedía, en la habitación de generadores, Paola se levantaba algo aturdida. No sentía sus piernas, la cabeza le daba vueltas y sentía náuseas. Hizo un esfuerzo por levantarse, pero fue imposible, cayó precipitadamente golpeándose el codo con el piso. Una fina y delgada gota de sangre se resbaló por su antebrazo. Se había hecho daño con el impacto, aunque aquello no era más que un raspón. En su cabeza veía dos siluetas moviéndose de un lado a otro, eran Mónica y Maria Virginia, acompasadas en una sonora risa malévola, señalándola con el dedo índice —se reían de ella—, hasta sentir una zancada en el estómago que la hizo retroceder para vomitar.
     ¿Qué había comido? Nada. Recordó que esa noche y en todo el resto del día la acompañaba un pan con jamón y queso que se había comido a las once de la mañana, y posteriormente, en la oficina de su padre, había conseguido comer algo más: un par de galletas de avena con dos tazas de café negro. Sin embargo, después de ver el vomito pastoso y maloliente que acababa de expulsar de su boca, llegó un pensamiento a su cabeza, las imágenes de Mónica y Maria Virginia ahora se habían fusionado, ahora era Bianca con un atuendo celeste, le hacía entrever el cuerpo semidesnudo, levitando en el aire como un fantasma. De su boca no salían palabras, sino una nube de humo grisáceo. A continuación el humo, o gas que se desprendía de la boca de Bianca, como el aliento del diablo, empezó a hacer efecto. Paola recordó el fuerte olor del piso de cuerpos desmembrados y logró alcanzar un cierto matiz a azufre.
     Su estómago dio una nueva sacudida y volvió a vomitar.
     Era ácido.
     Vaya, nena, estás muy mal —dijo una voz en su interior—. Estás pálida, desnutrida, desgastada… casi fallecida. Quien te viera diría que no eres la misma Paola de rostro de muñequita de porcelana. Ahora tu rostro es tan demacrado como el de una anciana de ochenta años. ¿Qué es eso? ¿Qué es ese fétido olor, eh, nena? Diablos, es la bilis. HAS VOMITA BILIS.. ¿No sientes el ácido en tu garganta? Bueno, no te preocupes, con el tiempo te acostumbrarás.
     Deseaba silenciar la voz que se había desatado en su mente, pero le resultaba difícil. La voz inquisidora rasgaba cada parte de sus células, sus membranas, su cerebro. Eran fuertes rasguños…
     Volvió a vomitar.
     Segundo strike —continuo la voz—. Si vuelves a vomitar no será la bilis, cariño. Podría salir otra cosa. Sí, estoy seguro de eso. ¡Mírate! Ojala tuvieses un jodido espejo para que vieras tu rostro…
     Paola empezó de nuevo a levantarse con gran esfuerzo. Su rostro, deshilachado, con grandes ojeras en forma de moretones, sus mejillas pálidas, los labios cuarteados, anémicos y resecos, daba la imagen de un muerto viviente.
     …pareces una difunta, cariño. Ah, pero qué pasa, ¿no lo sabes? Vamos, mi amor, estás muerta, ¿qué esperabas?
     Aquel pensamiento no la hizo retroceder y vomitar; esta vez le avino un fuerte escalofrío y una punzada en el estómago y la cabeza. Un agudo terror se apoderó de ella y la paralizó de golpe. La estancia en la que se encontraba empezó a palidecer y parecía perder el sentido completamente. La imagen de Bianca se difuminó y empezó a debatirse en una cruel batalla entre lo que era el bien y el mal.
     Un cielo resplandeciente estalló por encima de su cabeza; se encontraba justo en un parque, con varios árboles gigantescos y banquillos de madera. Sobre un cobertizo de madera, lejos, casi inalcanzable, se divisaba algo. No podía moverse, sus piernas eran de plomo macizo, sentía sus pies como atravesando un pozo lleno de cemento. Era imposible llegar así, pensó Paola. No era real todo aquello, pero por algo se empezaba. La luz que resplandecía sobre ella empezó a fundirse en un montón de sombras y una voz articulada, sombría y de ultratumba empezó a resonar por detrás de ella. Una sombra se aproximaba a pasos rápidos, estaba lejos de ella… muy lejos, pero la alcanzaría, de eso no le quedaba la menor duda.
     «Tal vez si corro pueda salvarme —dijo Paola—. Aquello no podrá alcanzarme si corro muy duro.»
     Empezaría a correr, pero sus pies seguían adheridos al suelo.
     Corría, pero sin avanzar.
     Una luz le sesgó la cara y varias imágenes se dispararon en su cabeza: un montón de imágenes incoherentes. Dos niñas de seis años jugando en unos columpios, una casa blanca en el fondo, una de las niñas observa de pronto hacia atrás y algo la golpea. La niña, una rubia de cabello castaño claro y lacio, cae bañada en sangre sobre el césped. La otra niña, su hermana gemela, se contrae en un espasmo de terror y corre sin detenerse. Algo le sujeta las piernas y cae de lleno sobre una roca, abriéndose la cabeza y manando un montón de sangre de la herida. El fin de las gemelas, el fin de la imagen. Otra cortina de humo se desbocó desde su memoria perdida, y empezó a zigzaguear: un hombre postrado debajo de un farol de luz, casi exhausto, intenta levantarse del suelo. Uno, dos, tres… nada. Uno, dos, tres… pobre hombre. A continuación un hombre con gabardina oscura levanta al hombre y se lo lleva.
     Las imágenes empiezan a antojarse, como si de un sueño se tratara, y terminó por apagarse y desembocarlo todo en un silente y oscuro agujero del tiempo.

septiembre 22, 2010

La semilla del vampiro | Cap. 7

CAPÍTULO SIETE
UNA HISTORIA REAL

El lugar era una sórdida habitación desprovista de aire limpio. Todo estaba bañado en sangre y sombras. Era como mirar por un agujero negro. Un lugar vacío, excepto por los cuerpos desmembrados, la sangre y las vísceras. El hedor era nauseabundo. Penetraba por las narices, como exhalar amoníaco de un solo golpe. La luna producía un reflejo azulado en torno al rostro de Carlos, quien se encontraba de pie, apunto de contar su historia.
     Caminaba sobre un montón de cadáveres mutilados, produciendo un chasquido al pisarlos. La escena era como ver el final de una guerra campal entre dos grupos que se odiaban a muerte. Cabezas estrujadas, brazos cortados, manos sin uñas; cuerpos desprovistos de miembros; vísceras esparcidas por el suelo como si fuera el refrigerador de cualquier carnicería.
     —Hace cuatro años —dijo Carlos—, hubo un horrible homicidio en la Urbanización Los Olivos. Una tarde hermosa de Mayo. La casa en la que ocurrieron los hechos era la última de todas las casas de la urbanización.
     Exhaló su cigarrillo y arrojó la colilla por la ventana, y añadió:
     —El crimen fue espantoso, ¿lo recuerdan?
     »Esa noche los padres de Sofía fueron a una fiesta. Fue un viernes. Sofía pidió permiso a sus padres para hacerle una visita a su querida amiga dentro de la urbanización. Sofía sólo tenía diecisiete años. En la edad de la vida plena: “En la flor de la vida” —sonrió con sarcasmo—. Sofía esa noche abandonó su casa mucho antes de que sus padres salieran a la dichosa reunión.
     »Los padres de Sofía salieron. Su hija debió estar, para ellos, los padres, en casa de su amiga. ¿Y saben qué ocurrió después? Sofía decidió a última hora volver a casa antes de la hora pautada… Casi las diez.
     »Sofía llegó a casa, se tomó una aspirina para el dolor de cabeza, y se recostó en el sofá. Al cabo de unos minutos, Sofía, cerró los ojos. Se quedó profundamente dormida. Exactamente unas horas después, los padres de Sofía llegaron. ¡Hogar Dulce Hogar! Eran las doce y media. Elaine se despertó con el ruido del motor del carro, y quiso sorprender a sus padres al llegar. Las luces de la sala estaban encendidas, así como las de la habitación de los padres de Sofía.
     »—¿Dejaste alguna luz encendida al salir, Matilde? —preguntó el padre de Sofía a su esposa, quien se bajaba del vehículo, mirando incrédula hacia la ventana de su habitación.
     »—Que yo recuerde, las apagué todas al salir, excepto el porche —respondió.
     »El padre de Sofía estaba armado. Se dirigió a la puerta principal y la abrió despacio. Una sombra se deslizó por las escaleras. Corría sigilosamente hacia la segunda planta. El padre de Sofía pensó: “Maldito ladroncito, te llenaré de plomo si te llego a coger. Ésta es mi casa y nadie me jode, ni a mí ni a mi familia. Subió los escalones con sigilo, mirando hacia todos lados. De pronto la sombra se resguardó en la primera habitación contigua a las escaleras. Él gritó: “Aja, ladrón de mierda, estás en mi territorio, y todavía tienes los cojones de joder en mi propio cuarto”. El hombre apuntó hacia la puerta con su 357, cañón largo. Entró en la oscura habitación, y en ese instante, salió Sofía, pegando un brinco del escaparate hacia la puerta. El hombre intuitivamente accionó el arma. El proyectil impactó con energía en el pecho de Sofía, despidiéndola un par de metros. El estruendo se alcanzó a escuchar en todos los rincones de la casa. Las luces de la urbanización se empezaron a encender, y algunas puertas de las casa vecinas se abrieron.
     Sofía murió sin remedio esa noche.
     —¿Por qué nos cuentas eso, Carlos? —preguntó Alejandro.
     Paola estaba bañada en sudor, temblaba. El cabello se adhería a su frente con el sudor. Le era difícil respirar. En la misma actitud estaban sus otros dos amigos. Alejandro era el menos afectado. Desde hacía dos días tenía congestionada la nariz, lo que impedía oler la putrefacta inmundicia. Él era el único del grupo que lograba mantenerse de pie sin dificultad; y pensar en todo el relato sin descuidar un punto y una coma. Sólo temblaba de horror ante la terrible escena de Jack, El Destripador.
     —La historia tiene su moraleja —dijo Carlos, sentándose de cuclillas—. La vida trae muchas sorpresas. Para la familia de Sofía fue una sorpresa desagradable. No para ella. Claro que no, ella está muerta, liquidada, despachada, lista. ¿Saben? La vida muchas veces es cruel, aunque siempre… cómo dice el dicho popular: “Dios ahorca, pero no aprieta”. Mierda, ¡SI DIOS ME HA AHORCADO DESDE QUE NACÍ!
     Carlos se levantó bruscamente y tomó por los cabellos a Paola. Ésta gimió de dolor. La zarandeaba de un lado a otro, como una muñeca de trapo. Alejandro (quizá el más despierto en ese momento) pensó: “Mejor hacer algo. Si eso puede hacer con Paola, cuando nos tome a nosotros será peor… mucho peor”.
     Paola trataba de soltarse.
     —Suéltala —murmuró a regañadientes Rafael, quien se sentía extraño.
     Las vampiresas, María Virginia y Mónica, se juntaron, bloqueando la salida. Juan abandonó el apartamento, dejando una capa de humo.
    Los muchachos estaban a punto de darse por vencidos cuando Carlos soltó a Paola de los cabellos. La chica, aturdida, sintió la cabeza fuera de su sitio. Sintió un hormigueo por todo el cuerpo.
     Esto era el principio de un verdadero desenlace.
     Ahora o nunca.
     —Y ahora que han recordado la historia, les pediré una cosa antes de concluir. Firmen un pacto de lealtad ahora mismo.
     Todos se miraron.
     Los muchachos ahora de pie, ya no se tambaleaban a causa del fétido olor. Los intrigaba saber del pacto. ¿Qué Pacto de Lealtad? ¿Qué era eso? ¿En qué consistía? Gabriel pensó: “Un pacto de lealtad en la que seguramente nos pedirás que algunos de nosotros nos arranquemos los ojos como Edipo Rey; o probablemente nos pedirá que nos lancemos por la ventana como acto de buena fe.
     —La lealtad es algo que se gana mis afables amigos —empezó Carlos al tiempo que tomaba a Maria Virginia por el brazo—. Ella es un símbolo de lealtad. Ella es lo que cualquiera de ustedes puede ser. Lo tiene todo: dominio, dinero, respeto, inteligencia.
     —Lástima —dijo Gabriel—, pero es tarde y debemos acabar esto cuanto antes. Verás, son cerca de las cuatro de la mañana. En un par de horas los primeros rayos de la mañana caerán sobre sus jodidas cabezas. Pero, no te preocupes, eres el Elegido, tal vez, si corres con suerte, tienes tanto poder como para sobrevivir a la luz del día y convertirte, no solamente en una especie de neonazi vampiro, sino también en el primer vampiro que ve la luz del día. ¿No les parece formidable?
     Carlos agitó un poco su chaqueta de cuero y se envolvió un poco el cabello hacia atrás. Él adoraba traer el cabello largo. Sacó un cigarrillo y, después de encenderlo, estalló en risas.
     —Que bien, después de todo me queda un cigarrillo —dijo, riendo—. Aplaudan esta brillante actuación, chicos —miraba a todos con ironía—. Eres el único que ha logrado hacerme reír. Por eso me caes bien.
     Un extraño pensamiento cruzó por la mente de Paola: “Primero eres simpático, luego eres uno de la Legión, te haces vampiro: matas, reclutas gente, y al final, te sentarás en la diestra del Padre Todo Poderoso de los Vampiros… El Elegido… Carlos”.
     —Para ser franco —continuó—, deseo que sigamos siendo amigos. Después de todos estos años como los “caza-bobos de cucarachas”, perdón —sonrió—, El Grupo, no es justo arruinar nuestra amistad. Por eso les ofrezco ese trato, ese único e inquebrantable trato.
     —¿Cuál trato? —preguntó Gabriel. De pronto, como dándose cuenta del grave error que había cometido. Entonces se mordió la lengua.
    Estaba siguiendo su jodido juego.
     —Los dejaré ir a cambio de una cosa.
     Todos hicieron silencio.
     —Que uno de ustedes —continuó— se quede conmigo. Así, todos conservarán su vida… como simples y estúpidos mortales. Ah, pero eso sí, si alguien cuenta algo a sus padres, a la policía o a su mismísima sombra, todos pagarán por pecadores.
     —¿A qué te refieres con que alguien se quede contigo? —preguntó Alejandro.
     —Todo esto no se hizo para nada —contestó—. Ustedes saben todo y por esa razón necesitamos un comprobante de lealtad —luego se encogió de hombros y miró a Paola—. Era lo que les venía diciendo: Lealtad. Es una palabra sublime. Hermosa. La lealtad de ustedes se comprobará quedándose alguno conmigo, formando parte de la Legión.
     —Ni lo sueñes —dijo Gabriel.
     La acción, bastante improvisada, resultó alentadora. Gabriel empujó a las dos chicas que bloqueaban la salida. El aspecto de las mujeres cambió. Sus elegantes y finas facciones perdieron toda pureza. Ahora eran dos demonios sedientos de sangre. Carlos tropezó con uno de los cadáveres, y cayó al suelo. Alejandro fue el último en salir del apartamento.
     Juan les bloqueaba el camino hacia abajo. Les mostraba los dientes afilados y unas grandes garras puntiagudas. Envejeció como veinte años, pero tomó un vigor sorprendente. Todos corrieron hacia el piso siguiente. Detrás de ellos se escuchó vociferar la voz de Carlos: “¡LOS QUIERO A TODOS MUERTOS ANTES DEL AMANECER!”.

septiembre 21, 2010

La semilla del vampiro | Cap. 6

CAPÍTULO SEIS
LA ESCENA DANTESCA
     Las paredes ennegrecidas daban la sensación de estar dentro de un gran cañón. Los vidrios rotos en el suelo formaban un alfombrado de cristal oscuro. Algunos crujían al caminar por encima de ellos. Una manada de palomas anidaba sus crías en el séptimo piso del edificio, encima de las plataformas de los aires acondicionados. Las luces de afuera alumbraban las escaleras con una tenue y lúgubre luz amarillenta. Todos seguían a Carlos como si se tratara de una marcha fúnebre, en silencio y fila india. Detrás de ellos, Mónica y María Virginia. A Paola le hizo pensar de pronto en la película: La noche de los muertos vivientes, y sintió un gran escalofrío.
     Afuera se escuchaba el viento, arrastrando todo a su paso.
     Carlos continuó subiendo sin mirar atrás. En el noveno piso se detuvo y giró sobre sus talones. Estaba en el último peldaño de las escaleras. A simple vista, entre las sombras y la poca claridad, Carlos por primera vez daba la impresión de ser un verdadero líder.
     Todos fijaron la mirada en él. Registró el bolsillo de su chaqueta y extrajo un Marlboro mentolado; el último cigarrillo que le quedaba en la cajetilla.
     —Bien —dijo—, estamos cerca.
     —Gracias a Dios —suspiró Alejandro, muerto de cansancio—. Mis piernas empiezan a desfallecer.
     —Esa es la idea —masculló Carlos.
     —¿Dijiste algo?
     —Nada. Subamos.
     Subieron otros escalones. Todos iguales. A veces era como estar caminando en círculos; perdidos en un bosque. Una fuerte sensación de náuseas empezó a arremeter contra Paola. Ella se echó al piso y vomitó. Alejandro y Gabriel la socorrieron de inmediato. Carlos detuvo el paso, pero no volteó, simplemente soltó una bocanada de humo y dijo: «Por favor, ya casi llegamos.»
     Algo estaba mal. Esa voz, la voz de Carlos, no era su voz.
     El olor a quemado se conservaba intacto en todo el edificio, como una presencia maligna, impregnada en sus cimientos, pero había algo más. Ese algo iba tomando cuerpo en el piso nueve. Una especie de olor a comida descompuesta. Seguramente el olor de un container de basura hubiese olido mejor, pensó Gabriel, mientras seguía a los demás.
     En realidad, olía a carne en descomposición.
     ¡El maldito olor era descomunalmente asqueroso!
     —Si no pueden tolerar este olor. ¿Cómo podrán soportar el resto?
     —Ah, ¿todavía hay más…? —murmuró Gabriel sarcásticamente.
     Paola se incorporó y le echó una mirada amenazante a Carlos.
     —¿Cómo te sientes? —le preguntó Rafael.
     —Como si me hubiesen inyectado alcohol en las venas.
     ¡Sigan caminando! —gritó Carlos, quien estaba muy adelantado a ellos. Apenas se escuchaba su voz—. ¡Sigan, ya casi llegamos! Ya casi…
     La voz de Carlos se cortó abruptamente. Un sonido hueco se escuchó del piso siguiente.
     Era el décimo primer piso.
     La puerta del ala A estaba abierta y se vislumbraba una luz que derramaba un brillo fatídico y mortecino sobre el largo corredor. El piso era de una construcción diferente. Era una estructura de estilo gótico.
     Más allá del corredor del piso once había más escalones hacia arriba. Una suave y delgada estela de humo (o ¿niebla?) dibujaba sobre los escalones y el suelo una espesa capa grisácea. Paola recordó la canción Stairway to heaven: “...and my spirit is crying for leaving.
     La puerta del departamento estaba abierta.
     ¿No era eso lo que querían, muchachos? —les gritaba Carlos desde adentro—. Terror en carne viva. ¡Esto, maldita sea… esto si es un encuentro cercano con el más allá! ¿No les parece? Aquí todo puede ocurrir… ¡TODO!
     Gabriel fue el último en cruzar el umbral de la puerta.

     Anteriormente, a la edad de doce años, Gabriel había fundado el primer grupo de casa fantasmas del sector. Se hacían llamar «Mercenarios del Más Allá». No era un nombre muy tentador, ni tampoco ingenioso, pero era justo lo que necesitaba el grupo en ese momento: un nombre y ya. Daba igual llamarse: «Los Caza Fantasmas» o cualquier otra cosa.
     Gabriel tenía la certeza de que algún día esos entes del más allá se comunicarían con él: en sueños, en su habitación mientras veía una película (preferiblemente de terror o misterio), en el baño o cualquier parte.
     Nada había cambiado después de todos esos años.
     Sus amigos —los primeros miembros del grupo—, lo abandonaron. Decepcionados. Decepcionados como un día lo estuvo Carlos. Otros, los más osados o ingenuos, se quedaban acompañándolo en sus desafortunados y fallidos intentos por conseguir vida después de la muerte.
     Cuando Gabriel cumplió catorce años se olvidó por completo de los fantasmas y aparecidos. Se dedicó a otras actividades. Se enamoró de Paola. Paola era la típica adolescente que cualquier chico de su edad desearía tener. Sin embargo, para Gabriel, Paola, representaba algo mucho más que un rostro encantador y un excelente cuerpo. Tenían los mismos gustos. Después de haberse conocido, empezaron a experimentar las mismas sensaciones, los mismos gustos por las películas, la música, los espectáculos… los mismos sentimientos.
     Con el tiempo Paola y Gabriel conformaron un grupo de periodistas universitarios con el fin de conseguir lo que ellos tanto anhelaban: sucesos paranormales.
     Así empezó todo.
     De una forma suscitada ambos se reunieron con otros amigos (entre ellos, Carlos) para formar lo que hoy se le conoce con el inexpresivo nombre de «El Grupo».
     Trabajaban solos, en una pequeña habitación, colmada de libros y dos computadoras con lo necesario para escribir sus artículos. Un día llegaron Alejandro y Rafael, y más tarde, Bianca. Todos se conocieron en la universidad, específicamente en la escuela de periodismo. Todos hicieron un buen engranaje, y las cosas empezaron a funcionar. La magia y el carácter ácido de Carlos convirtieron a «El Grupo» en una asociación algo interesante. Cabe destacar que lo único que buscaban no era científicamente comprobable, sino todo lo que se escurriera de la realidad empírica.
     Todo el equipo se mantuvo unido con el propósito de conseguir buenas historias para contar en su semanario.
     Lo que nadie sospechó fueron los cambios alrededor de su amigo Carlos. Sí, conocían su historia persona; no lo que hizo durante las últimas dos semanas: pintó de negro las paredes y ventanas de su habitación; colocó un montón de sábanas encima de la cornisa de las persianas. Su madre le preguntó si se había vuelto loco, y él simplemente contestó: «Esto es parte de mi nuevo look. Es la moda, mamá.»
     Su nuevo look también traía sus reglas: acostarse antes del amanecer, dormir hasta la puesta del sol, consumir grandes dosis de nicotina, entre muchas otras.

     Paola resbaló con una botella al cruzar el corredor del apartamento «11». Gabriel intentó sujetarla, pero estaba muy mareado. El mundo giraba alrededor de él. Un estallido de carcajadas despertó en lo profundo de la oscuridad. Ahora, frente a Gabriel, bailaba la silueta de María Virginia, girando acompañada de risas espectrales.
     —¿Te sientes bien, Gabriel? —preguntó Rafael.
     —Es ese maldito olor —dijo—. Penetra en mi cerebro… es… es tan… asqueroso.
     —Así es, Gabo —dijo Carlos—. El hedor penetra en tu cerebro y taladra incluso tus neuronas. Va abriendo huecos delgados en cada nervio hasta hacerte perder la razón. ¿Sabes qué es? ¡El hedor de la muerte!
     Dentro de la habitación se hallaban cuerpos desmembrados y en estado de putrefacción. Moscas por todos lados. Las paredes eran como una chimenea, pero estaban manchadas de sangre… En el balcón de la sala había una mujer con los ojos desprendidos y las vísceras afuera.
     —Qué… —dijo Paula, pero sintió náuseas y volvió hacia atrás para vomitar. La putrefacción de aquella habitación, acompañada del hedor del vómito de Paola, hizo que Gabriel se tumbara de rodillas.
     Todos sus sentidos se nublaron.
     —Tus manos están ahora manchadas de sangre, Gabriel —dijo Carlos sin mirarlo. No quitaba la mirada del balcón. Se acercó hasta la terraza, apartando los pedazos de cuerpos con los pies.
     Encendió un cigarrillo que le dio Juan, y a continuación abrió de par en par el balcón.
     —Aire fresco, ¿no les parece mejor así? Aire. Mucho aire. Aprovéchenlo, porque será el último que respiren en sus vidas… Bueno, en esta vida.
     Giró sobre sus talones y vio por primera vez al grupo completo. Los cuatro chicos formaban un cuadro tétrico, surrealista. Todos en el suelo, agotados, sin aire, llenos de terror y desesperación.
     —La virtud de ser un vampiro es que todos te empiezan a temer. No necesitas del sol porque la noche te provee de todo lo necesario. A mí en particular me abastece de estas dos hermosas chicas—. Las dos mujeres se acercaron a él. Las rodeo con sus brazos. —Estos cuerpos descuartizados que ven aquí son mis queridos trofeos. Mejor dicho, son pequeñas decoraciones que hemos ido diseñando como parte de nuestra casa. Además, muchos de ellos me parecían débiles y desprovistos de todo el humor que debe tener un verdadero vampiro. Con esto quiero decir que ustedes son los especímenes perfectos para la creación de mi Legión de Vampiros. Los nazi quisieron crear su propia Nación, yo con ustedes quiero hacer lo mismo. Considérenme… el Hitler versión vampiro.
     Todos comenzaron a reír, excepto los cuatro exhaustos muchachos que se hallaban en el suelo.
     —Les contaré una historia para que entiendan las razones de este lugar. Después ustedes me dirán si no soy un genio —hizo una pausa y agregó—: Sea como sea, escuchen…

septiembre 20, 2010

La semilla del vampiro | Cap. 5

CAPÍTULO CINCO
DILUCIDANDO VERDADES

Las escaleras se hallaban junto al ascensor. Eran escalones angostos y mugrientos, llenos de desperdicios.
     —Al parecer alguien trató de poner en funcionamiento esto —dijo Gabriel tratando de hacer un esfuerzo por mantener la respiración. Todo el resto del edificio estaba infectado por un olor desagradable y endemoniadamente fuerte. El olor del amoníaco parecía ser un perfume en comparación con ese olor—. La puerta del ascensor está abierta en el primer piso, pero el elevador se encuentra en el último.
     —Quizá fueron los mismos detectives en su investigación —murmuró Bianca—. Eso no tiene nada de particular.
     —Probablemente —dijo Gabriel—. Este lugar apesta. El aire viciado con olor a quemado penetra en mi nariz como alfileres invisibles.
     A continuación, subieron los escalones que daban al segundo piso, exactamente donde vivió la familia Espinoza. Frente a la puerta del apartamento, todos se quedaron paralizados, sin aliento. Se pegaron a la pared, y fueron pasando uno por uno, tratando de no acercarse mucho, y siempre mirando hacia la puerta por si alguien salía de ella. Alejandro se imaginó un rostro achicharrado con olor a carne calcinada saliendo por la puerta.
     En un tiempo la puerta debió tener un color rojizo como caoba pulida; ahora solamente guardaba un color oscuro que producía una sensación extraña de vacío.
     Caminaron hasta el siguiente piso. Rafael y Alejandro caminaban sobre el piso tapizado de botellas y vidrios rotos, haciéndolos crujir con los zapatos. A ratos volteaban hacia atrás para cerciorarse de que sus amigos los siguieran. Caminaron hasta encontrarse con la puerta del tercer piso.
     —Esperen —alertó Paola —. ¿Escucharon eso?
     Todos guardaron silencio.
     Un sonido ululante se escuchó por encima de ellos. Quizá venía del piso cuatro o cinco… No más de eso.
     —Tengo miedo —confesó Paola. Sus ojos parecían brillar con más fuerza.
     Subieron otro poco hasta escuchar unas pisadas provenientes del piso inferior. Las voces de dos personas despertó el interés de Gabriel.
     —No se muevan —les advirtió. Todos se quedaron quietos—. Escuchen…
     Las personas conversaban en el piso de abajo, sin reparar en la presencia de los muchachos que aguardaban arriba, en completo silencio.
     —Viene alguien —aseguró Bianca—. Son dos hombres y vienen hacia acá.
     De pronto los hombres se callaron.
     —Alguien está aquí —dijo uno de ellos—. Puedo olerlos.
     Gabriel les sugirió a todos subir lo antes posible, sin mirar atrás. Los hombres, convencidos en la presencia de los intrusos, subieron deprisa para darles alcance.
     En el piso seis una puerta se abrió y todos entraron y la cerraron. Todo estaba bañado en sombras, sin embargo, todos estaban allí, jadeando, nerviosos, llenos de terror.
     Los hombres pasaron de largo frente a la puerta.
     —¿Qué fue eso? —preguntó Bianca.
     —No lo sé, pero casi nos alcanzan, sino fuera porque este apartamento estaba abierto.
     —Cierto —dijo Rafael, y tras una breve pausa, añadió—: ¿Qué hace este apartamento abierto? ¿No se supone que todos estaban cerrados por las investigaciones? Por lo menos eso deben hacer los funcionarios policiales cuando…
     —Esperen… —dijo Paola, jadeando todavía—. ¿No se dieron cuenta? Esos tipos que nos seguían, corríjanme si no estoy en lo correcto… pero volaban o no tenían pies. Durante la carrera estuve todo el tiempo detrás de ustedes, y nunca escuché los pasos de nadie, sólo susurros.
     —Es cierto —convino Rafael—. Yo estaba rozando los talones de Paola, y nunca escuché pasos detrás de nosotros.
     Gabriel observó la entrada del apartamento. Todo estaba vacío. Las paredes estaban ennegrecidas como el resto del edificio. El aire se respiraba con mucha dificultad. El olor era intolerable. La habitación parecía un inmenso horno gigante; una especie de caldera.
     Gabriel recobró completamente el aliento. Todos se levantaron, intentando mantenerse de pie. Entraron en la sala. Después de tantos años, por alguna extraña razón, aquella sala conservaba un ambiente familiar. No obstante, algo siniestro e inexplicable se encontraba dentro. Paola tuvo el presentimiento de que algo malo vivía en la profundidad de esa oscuridad. Algo con vida propia, como si la oscuridad tuviera un pulmón propio y respirara por sí misma.
     —Creo que hicimos mal en entrar aquí —dijo Gabriel mirando de reojo todo el lugar.
     —¿Hicimos mal dices? —preguntó Alejandro.
     La puerta que conducía a las habitaciones estaba cerrada al igual que la puerta de la cocina.
     Bianca intentó abrirla, pero Paola la tomó de un brazo suavemente, como impidiendo que hiciera tal cosa.
     —Por lo menos todos tenemos celulares —dijo Paola. Sacó el suyo del bolsillo derecho del pantalón.
     Se encogió de hombros.
     —Aunque no creo que sirva de mucho… —añadió.
     —¿Qué pasa? —preguntó Bianca.
     —Está muerto. No hay señal.
     —No puede ser.
     Gabriel registró su bolsillo, y dijo:
     —Mi celular tampoco tiene señal.
     La cordura de Paola colgaba de un cordón invisible que sostenía, por un extremo, la realidad, y por otra, la locura. Mientras, Bianca pensó que todo se trataba de una pesadilla o una broma de muy mal gusto. No obstante, recordó el cuento de su abuela acerca de las casas de antaño. La abuela Tita, quien compartía el mayor tiempo con su nieta Bianca, le dijo una vez: «Las casas siempre conservan el olor de sus dueños. La casa respira y sueña con nosotros. A medida que vivimos en ellas se alimentan de nuestra energía. Son identidad de lo que somos y seremos.»
     —Creo que no se percataron de otra cosa —dijo Gabriel al cabo de un rato. Todos se miraron—. Me pareció haber escuchado la voz de Carlos.
     —¡No me jodas! —exclamó Alejandro.
     —Es cierto —agregó Paola—. Tuve la misma intuición. Sin embargo, su voz no era realmente la suya. Había algo en su timbre de voz. Diferente, quiero decir.
     —Bien —interrumpió Gabriel—. Debemos salir de la casita del horror. Este sitio me vuelve loco. Asimismo buscaremos a Carlos, y que él mismo nos explique qué es lo que estaba pasando. Y…
     Se escuchó el sonido de una puerta cerrándose. En el umbral de la puerta de la sala había dos mujeres, paradas, mirando fijamente a los muchachos.
     —…y lo mejor será encomendarse a Dios —completó una de las mujeres, como salidas de una película gótica, vistiendo hermosos trajes negros con corsé y esbeltas figuras.
     Bianca intentó gritar, pero Rafael ahogó el grito con la palma de su mano.
     —Excelente —dijeron las dos mujeres al unísono—. Gracias por hacerla callar. Nos perturban los gritos.
     —¿Quiénes son? —intervino Gabriel aparentando cierta valentía.
     —Somos lo que buscan —dijo una.
     —Aventura —intervino la otra—. Somos la aventura que desearon experimentar, de lo contrario, no estarían aquí.
     —Creo que se equivocan. Nosotros…
     —Ustedes son unos idiotas —dijo una.
     —Bien, nunca desconfiaron de sus impulsos por buscar seres de otro mundo —dijo la otra.
     —Así que ustedes creen en los fantasmas, en las casas poseídas.
     —Ahora serán testigos de una nueva y original aventura.
     —Tal como lo esperaban.
     Soltaron una carcajada siniestra.
     Resultaba curiosa la forma de intercambiar los diálogos, como si una completara los pensamientos de otra.
     La luz proveniente de la calle desnudó los hermosos rostros de las mujeres. Llevaban los labios pintados de color rojo y la ropa era un contraste entre violeta y negro.
     —Mi nombre es Mónica y mi amiga se llama María Virginia.
     —María Virginia Espinoza —dijo Gabriel.
     Paola se aferró al brazo de Gabriel.
     —Vaya, resulta que soy famosa —dijo María Virginia.
     —¿Cómo sabes su nombre? —preguntó Paola.
     —María Virginia Espinoza es la chica que supuestamente se quitó la vida aquí unos años después de la tragedia. Suicidio que…
     —Nunca ocurrió —interrumpió María Virginia—. Les hice creer a todos que estaba muerta para no matar a mis padres, mi familia o cualquiera que conociera mi verdadera identidad. Antes de entrar aquí y cuadrar lo que sería mi supuesto suicidio estuve escondiéndome en las oscuras esquinas de mi habitación —hizo una pausa y se encogió de hombros, luego añadió—: en mi propia casa. Mis padres pensaron que estaba perdiendo la razón. Reservaron un espacio con una psiquiatra, amiga de la familia. Pero no era cuestión de psiquiatras. Nada de eso. No estaba enferma. Estaba tan sana como tú, como cualquiera de ustedes. Solamente que mi sangre era… diferente a la del resto de las personas, estaba… mmm… cómo decirlo… ¿envenenada? Sí, eso es, envenenada. Por esa razón tuve que hacer lo que hice. Y, ¡vamos que mi funeral fue precioso! Por lo menos la lápida quedó bellísima.
    —Entrar en este mundo oscuro fue todo un ardid para matar a Juan Uribe —dijo Gabriel—. ¿Qué eran? ¿Novios?
    —Ja, ja, ja, muy inteligente, Gabriel, pero lamento que no sucediera así. Juan sí intentó suicidarse. Corrió con mucha suerte. Se encontró con Mónica en el camino. Ella le enseñó la otra cara de la moneda. El destino es para los infelices. No puedes pasarte la vida pensando que todo en la vida está escrito. En tus manos está elegir siempre. Ah, y no éramos novios.
     —¿Y entonces?
     Todos los demás seguían con interés la conversación, como abstraídos por una novela fantástica del siglo XIX.
     —Entonces —dijo Mónica—, yo le mostré el camino de nuestra verdad a Juan. El camino de la oscuridad y de la felicidad eterna entre las sombras.
     —Me están tratando de decir que ustedes son…
     Ambas afirmaron con la cabeza.
     Bianca logró zafarse del miedo y salió corriendo. Apartó de un empujón a las mujeres, pero alguien la tomó del cuello con mucha fuerza. Sus ojos se enrojecieron. La mano que apenas nacía en la oscuridad la arrojó con violencia hacia una pared, desplomándose como un saco de arena al suelo.
     Las sombras se despegaron del cuerpo de la persona. Era Carlos.
     Todos gritaron al unísono: «¡Bianca!»
     María Virginia y Mónica soltaron una risa malévola.
     —Bienvenidos—dijo Carlos.
     Bianca se encontraba tumbada en el suelo con los ojos vidriosos. Por suerte el golpe no la mató.
     Carlos traía puesta una chaqueta de cuero negra, el cabello largo y suelto. Parecía un modelo rock star de la revista Metal Hammer.
     Alejandro apretaba tan duro los puños que sentía romperse las manos.
     Carlos sonrió y miró a las mujeres, sus súbditas.
     —Parece que nuestros amigos vieron un fantasma.
     Detrás de Carlos, una sombra se levantó. Era Juan, el muchacho que todos daban por perdido, apareció con un cigarrillo encendido en la comisura de los labios.
     —Por fin nos vemos las caras, Gabriel —dijo Juan.
     —No tengo nada que ver contigo.
     —Te equivocas —lo atojó Carlos—. Tienes muchísimo que ver con él. ¿Recuerdas aún la discusión que tuvimos sobre abandonar toda esperanza de ver toda esa mariconada de fantasmas, hombres lobos, vampiros…?
     «Vampiros, sobre todo eso», pensó Gabriel.
     —En fin, todas esas putadas que tantas veces nos dijimos que existían, pero que yo particularmente me negaba a aceptar.
     —Y ahora formas parte de él…
     —Sea como sea, parte de él o no, se siente fascinante. Todo ha sido un truco, una maldita trampa que venía fraguándose desde hacía mucho tiempo. Al final todo marchó como quería. —Carlos extrajo del bolsillo de la chaqueta una cajetilla de cigarrillos, sacó uno y lo colocó en sus labios. Buscó la lumbre en otro bolsillo y lo encendió. La llama alumbró una parte de su rostro. —Hace unos días caminaba sin rumbo por estos lados y alguien me llamó por mi nombre. Era una espectacular mujer. Toda una mujer. María Virginia. Claro, para ese momento no estaba ni cerca de conocer lo que sé, y reconozco que caí por tonto, pero ahora, me di cuenta que era… —hizo una pausa reflexiva, y después de expulsar una bocanada de humo culminó la frase—…  el «Elegido».

Una noche, los padres de Carlos lo dejaron a cargo de su hermano menor. Ellos tenían un compromiso importante, y no encontraron a nadie quien los cuidara por unas horas. Carlos tenía nueve años y su hermanito tres años menos.
     Era una noche cálida, mejor dicho, caliente. Afuera hacía un clima de treinta y siete grados. El pavimento ardía después de una tarde de mucho sol.
     Eran las siete menos diez de la noche. Los niños veían la TV en la sala. La lucha libre. Carlos miraba con asombro las acrobacias y la dinámica y divertida lucha entre hombres corpulentos, sudorosos, descargando toda su furia contra su contendiente.
     Unos minutos más tarde, Carlos se levantó y le dijo a su hermanito:
     —Ven, Robert, juguemos a la lucha libre.
     El niño, en su inocencia, se levantó y se abrazó a la cintura de su hermano para tratar de derribarlo. Para él era como tratar de tumbar un edificio. Carlos siempre fue un chico alto, el más alto de su salón. Se reía a carcajada limpia. Cansado de ver a su hermanito, lo tomó por la espalda y le dio media vuelta, elevándolo por los aires hasta impactar con la alfombra.
     Robert no sonrió, no se levantó, no pidió hacerlo otra vez…
     Robert había muerto.
     Una convulsión cerebral, aseguraron los doctores.
     Sesgó la vida de su pobre hermanito en un acto de destreza infantil.
     Aguantar el remordimiento de conciencia, a los once años, adoptó nuevas y perversas costumbres: torturar animales. Le gustaba agarrar lagartijas y cortarles la cabeza, para luego jugar al cirujano con ellas, abriéndolas de par en par, y descubrir sus entrañas. Los gatos corrían con la misma suerte. El último gato que asesinó lo amarró al radiador del carro de su padre.
     Su madre siempre dijo que eran cosas de niño.
     Claro.
     A los quince años formó parte de una banda de heavy metal. Tocaba la guitarra eléctrica y componía canciones. La banda empezó a experimentar grandes cambios debido al comportamiento irracional de Carlos. Todos comentaban lo chiflado que estaba el chico, y que llevaría, sin dudas, al mismísimo infierno a la banda. Así fue. Una tarde cuando sus compañeros iban a ensayar, encontraron la habitación y los instrumentos quemados.
     Nunca se adjudicaron pruebas en contra de Carlos.
     Después de unos años, Carlos entró en la secundaria y se hizo amigo inseparable de Gabriel. Quizá el único buen amigo que tuvo hasta entonces.

     —¿Por qué te haces llamar el elegido? —preguntó Paola.
     —Verás, yo…
     Clic.
     Un sonido se escuchó por detrás del hombro de Carlos. Juan encendió un cigarrillo.
     —Yo lo explico si me permites —dijo Juan.
     Carlos hizo una genuflexión.
     —Deben entender una cosa, y no es que me jacte en decirlo, pero suena hermoso… —hizo una pausa—… Todos ustedes decidieron hoy morir. ¿Por qué? Pues tiene una explicación lógica. Carlos ha sido el elegido desde su nacimiento para formar «La Legión». Una legión en la que todos formaremos parte, como una fraternidad; aunque claro, deben entender que en toda fraternidad debe existir un líder, pues, Carlos es nuestro líder. Él fue quien recibió la «Llama Sagrada», o llamémoslo mejor, el «Beso del Vampiro». Es sólo una metáfora, obviamente, nadie ha besado a Carlos, pero dentro de él existe el espíritu que nos gobierna. Su alma es tan… jodidamente macabra, como la del propio Lucifer.
     —Entiendo ahora —dijo Gabriel—. Si necesitan crear una legión, nos necesitan a nosotros para definirla, por decirlo de algún modo. Quiere decir que seremos como ustedes. Nos convertirán.
     —Que bien, genio, ¿qué otra cosa sabes?
     —Una sola… que no morirá nadie aquí.
     Mónica y María Virginia se miraron. Rieron. Sus rostros se empezaron a retorcerse. Sus ojos eran ahora dos brazas encendidas en el fondo de los ojos. De sus dientes renacieron dos afilados y largos colmillos.
     —De todas maneras que se resistan lo hace más divertido —dijo Carlos, aplastando la colilla del cigarrillo con la planta de sus botas negras y puntiagudas—. Pero antes que ustedes hagan cualquier cosa, quiero mostrarles algo. ¿Me acompañan?
     El grupo se miró con aire dubitativo, pero accedieron a seguirlo.
 
 

El Bosque

Mi primera novela El Bosque (2.001), en pequeñas entregas semanales. Podrás descargarlas de forma gratuita en formato PDF, muy pronto.

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  • Edgar Allan Poe - Narraciones extraordinarias
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  • Mempo Giardinelli - Imposible equilibrio
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  • Stephen King - Un saco de huesos
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Escena Final

Escena Final narra la historia de dos amigos que deciden realizar películas de terror y compartir un sueño, asustar a todos con especies de espectáculos reales, pero las cosas se tornarán difíciles cuando empiecen a jugarse la vida en la última escena.

Sobrevivientes pronto en PDF

Sobrevivientes, mi nueva novela, podrán disfrutarla en formato .pdf en unas semanas. La versión digital ofrecerá un par de capítulos distintos al original que guardo en mi gaveta y espero llevar a una editorial muy pronto. La novela narra la historia de un grupo de personas que deciden escapar de una ciudad infectada por un extraño virus que afecta, principalmente, el agua.